Una de las explicaciones del auge de la denominada “economía colaborativa” en los últimos años se encuentra en el hecho de que, si hasta el año 2007 predominaba una cultura del hiperconsumo basado en “tener” y en la adquisición de la propiedad de las cosas, como objetivo último, la caída de la economía mundial iniciada al año siguiente trajo consigo una crisis de valores y un replanteamiento del modelo económico basado en el hiperconsumo. Como consecuencia de ello, los patrones de comportamiento cambian: a partir de ahora, el disfrute o aprovechamiento de los bienes que deseamos no nos exige su compra o adquisición (como mera acumulación), siendo sustituidas por el intercambio o el alquiler. Preferimos “intercambiar”, “alquilar” o “compartir”.
Por lo visto, es en este cambio de mentalidad -como caldo de cultivo- en el que surge y se implementa enormemente la economía colaborativa y, más concretamente, aquella que se desarrolla a través de plataformas digitales.
En cualquier caso, es bien sabido que la economía colaborativa, strictu sensu, no es un fenómeno novedoso, en absoluto. El ser humano ha utilizado, desde siempre, el intercambio o trueque para acceder a los bienes y servicios deseados o ha buscado fórmulas para el aprovechamiento de bienes infrautilizados.
Por ello, las actividades colaborativas que se llevan a cabo a través de plataformas digitales implicarían tan solo una forma nueva de hacerlo, gracias a una tecnología que permite multiplicar la información disponible y ofrecer horizontes prácticamente ilimitados para un (más fácil y rápido) acceso a toda clase de bienes y servicios.
Sin embargo, existen otro tipo de actividades a las que también se les viene denominando economía colaborativa, pero que no se caracterizan precisamente por su aspecto colaborativo o solidario, sino por ser una manifestación del capitalismo más puro, en el que exclusivamente se persigue la rentabilidad del negocio. Nos referimos a las plataformas de intercambio de bienes y servicios donde el titular del negocio (y de la plataforma), organiza y gestiona (de forma muy intensa) la relación entre los proveedores del servicio y los consumidores.
En concreto, nuestro foco de atención se va a centrar en los negocios denominados como crowdsourcing offline, en los que, a través de una plataforma digital, se realiza una tarea o se presta un servicio de manera directa y personal; es decir, son actividades que requieren una ejecución manual (por ejemplo, la realización de viajes por conductores colaboradores de la plataforma o las tareas de reparto).
En este contexto, para las y los iuslaboralistas está siendo objeto de estudio en los últimos años la propia calificación de la relación jurídica existente entre la empresa titular de la plataforma y la persona prestadora del servicio, debiendo para ello comprobar si se dan o no las notas de laboralidad; es decir, verificando si estamos ante la prestación de un trabajo voluntario, personal, retribuido, en régimen de subordinación y ajenidad.
Una visión superficial de estos nuevos modelos laborales, dotados de un amplio margen de autonomía, nos puede hacer creer (y, de hecho, ha hecho creer que es así a no pocos tribunales del orden social) que estamos ante una relación de trabajo por cuenta propia, donde la persona que presta el servicio o realiza la tarea es una profesional autónoma.
La realidad, no obstante, nos ha mostrado que la prestación laboral llevada a cabo para plataformas digitales se manifiesta, básicamente, en forma de un nuevo modelo de subordinación, entendida esta como la inserción en la organización de trabajo de un empleador y el sometimiento a su dirección, organización y control.
Por tanto, si bien es cierto que se advierte una mayor libertad de la persona trabajadora -desde el momento en que puede organizar su actividad laboral sin encontrarse atada al cumplimiento de un determinado horario o jornada, o de una ubicación o disponibilidad concreta-, no es menos cierto que las empresas, con apoyo en las nuevas tecnologías, no solo dirigen y organizan la actividad, sino que asimismo vigilan y controlan de facto la prestación laboral de las personas trabajadoras, y lo hacen a través de medios de videovigilancia o rastreo exhaustivo (sistemas de localización vía GPS) que les permiten disponer, de forma discreta y a tiempo real, de todo tipo información de la persona trabajadora, con un nivel de detalle hasta ahora desconocido.
Igualmente, en lo que se refiere a la función de dirección, ahora son las plataformas digitales (y sus sistemas informáticos y de inteligencia artificial) las que producen las órdenes a través de los algoritmos, dejando en manos de la dirigencia humana tan solo aquellas cuestiones delicadas o de especial relevancia.
Es decir, desde la doctrina se ha llegado a la conclusión de que la persona que presta su trabajo personal realmente carece en este ámbito de la autonomía organizativa propia de un profesional autónomo.
Esto es así precisamente porque, pese a la aparente libertad de la que goza, se trata de una libertad que se proyecta sobre aspectos que, desde la óptica de la empresa titular de la plataforma, ya no son trascendentes para la actividad en cuestión (horarios, jornadas, lugar de trabajo, disponibilidad…).
Ha hecho falta que primero la jurisprudencia social -con la sentencia de la Sala de lo Social del Tribunal Supremo de 25.09.2020 dictada en el caso “Glovo”- y, posteriormente el legislador -con la ley 12/2021, de 28 septiembre, más conocida como “ley rider”-, se hayan visto en la necesidad de deconstruir las notas de laboralidad, y en especial el concepto de trabajo subordinado, para renovarlas y adaptarlas a los nuevos tiempos.
De esta manera, la irrupción de las plataformas digitales ha traído consigo el auge del trabajo autónomo, como fórmula de trabajo reconocida y (sobre) valorada desde diversos sectores. Fórmula que se adorna además con todo tipo de adjetivos bienintencionados (“emprendizaje”, “emprendedores y emprendedoras”, “start up”…), cuando la realidad nos enseña que el trabajo para plataformas ha traído consigo la precarización de las relaciones laborales, empleos de escasa calidad caracterizados por el deterioro de las condiciones de trabajo, la insuficiencia de rentas, la desprotección social o la falta de desarrollo profesional. Todo ello en la medida en que muchas de estas empresas se han dedicado a huir , a toda costa, del derecho laboral.
Por su parte, las modificaciones que se han introducido en el Estatuto de los Trabajadores a través de la conocida como “ley rider”, incluyen por vez primera una mención expresa al impacto de los algoritmos o sistemas de inteligencia artificial en las condiciones de trabajo, reforzando la presunción de laboralidad en el ámbito del sector concreto de las actividades de reparto.
Con el objetivo de eliminar la opacidad en la toma de decisiones derivadas de la gestión algorítmica, se ha definido el elemento novedoso que caracteriza y sobre el cual pivota el funcionamiento de las economías de plataformas digitales y que, en la medida en que se utilice como herramienta de gestión interna para la dirección, organización y control de la prestación laboral, afectará al trabajo prestado en régimen de subordinación o dependencia.
Adicionalmente, y para todos los sectores de actividad, se ha incorporado al derecho positivo la obligación empresarial de proporcionar a la representación legal de las personas trabajadoras, información acerca de los parámetros, reglas e instrucciones en los que se basan los algoritmos o sistemas de inteligencia artificial que afectan a la toma de decisiones que pueden incidir en las condiciones de trabajo, el acceso y mantenimiento del empleo, incluida la elaboración de perfiles.
Al hilo de lo indicado, la Resolución del Parlamento Europeo de 16.09.2021, sobre “condiciones de trabajo justas, derechos y protección social para los trabajadores de plataformas: nuevas formas de empleo vinculadas al desarrollo digital” viene a decir lo siguiente:
“(···) el uso de algoritmos en el trabajo debe ser ético, transparente, fiable y no discriminatorio para los trabajadores; subraya que la transparencia algorítmica y la no discriminación deben aplicarse a la asignación y distribución de tareas, la fijación de precios, la publicidad, las calificaciones y las interacciones; señala, además, que las funciones de gestión algorítmica, en particular la asignación de tareas, las calificaciones, los procedimientos de desactivación y la fijación de precios, así como cualquier modificación de los mismos, deben explicarse y comunicarse de manera comprensible, clara y actualizada y formar parte del diálogo social”.
Pues bien, partiendo de los puntos débiles observados en la estructura jurídica de las plataformas convencionales de corte capitalista -básicamente, la escasa calidad del empleo creado en dicho ecosistema-, el cooperativismo se presenta como una solución adecuada y positiva, desde el momento en que propone un modelo de empresa caracterizado por unos principios y valores consolidados, donde la empresa cooperativa es considerada como vehículo de crecimiento y desarrollo, tanto del individuo (persona socia) como de la comunidad en la que se inserta su proyecto vital, permitiendo a ambos la satisfacción de sus necesidades y aspiraciones, amén de tratarse de un modelo de empresa de carácter flexible, democrático y a la vez garantista con los derechos sociales de las personas que prestan su trabajo en ella.
En particular, se pone el acento en uno de los rasgos característicos de este tipo social: la capacidad de determinar autogestionariamente el régimen de trabajo de las personas socias cooperativistas.
Esta facultad, que se canaliza a través de las correspondientes normativas aprobadas en la asamblea general con forma de reglamento de régimen interno, convierte a la cooperativa en una forma social más ágil que otras y, en consecuencia, con una mayor adaptabilidad a los cambios socioeconómicos.
En el ámbito de la participación de las personas socias trabajadoras, también será posible la constitución de un órgano de representación de las personas socias cooperativistas, con funciones básicas de información, asesoramiento y consulta de las personas administradoras en todos aquellos aspectos que afectan a la relación de trabajo.
En una cooperativa de trabajo asociado las personas socias trabajadoras aportan su trabajo personal, pero están también sometidas a un régimen de dependencia y subordinación. Eso sí, se trata de una dependencia autogestionada.
En aquellas cooperativas de trabajo asociado en las que exista una plataforma digital que cuente con un algoritmo que gestione internamente el trabajo, distribuya tareas, elabore perfiles…, y en definitiva tenga una incidencia sobre las condiciones de trabajo de las personas socias trabajadoras, habría que trasladar a los reglamentos de régimen interno un esquema regulador similar al que incorpora ya el Estatuto de los Trabajadores.
Junto a ello, cabría incluir asimismo la garantía de que el órgano de representación de las personas socias trabajadoras sea informado debidamente de los parámetros, reglas e instrucciones en los que se basan los algoritmos o sistemas de inteligencia artificial.
En definitiva, el elemento diferencial que puede permitir una mejor garantía de protección social para las personas socias trabajadoras proviene del hecho de que, siendo la cooperativa la titular de la plataforma digital, serán las propias personas socias trabajadoras -y no un empresario, que actúa en calidad de tercero ajeno, por cuenta de quien se prestan servicios- las encargadas de definir y concretar el sistema de funcionamiento del algoritmo o del sistema de inteligencia artificial (sus parámetros, reglas e instrucciones) y, en última instancia, las consecuencias y la afección que de dicho funcionamiento va a derivarse sobre sus propias condiciones laborales.